lunes, 12 de enero de 2015

12 Enero 1832 Ramón de Mesonero Romanos comienza la publicación de sus «Escenas matritenses» en la revista literaria Cartas españolas

El 12 de enero de 1832 aparece el primer artículo de Mesonero Romanos, «El retrato», en las Cartas Españolas. De todo el grupo de escritores costumbristas de la revista, Mesonero Romanos será el más notable y el que más contribuya a difundir el género costumbrista en España.

El costumbrismo del siglo XIX pretendía ser una crónica de la profunda transición que vivía la sociedad española después de los interminables conflictos vividos durante los años anteriores, deteniéndose, a veces con nostalgia, otras con ironía o sarcasmo, en los pequeños rincones pintorescos que la brutal fuerza del cambio iba dejando. 

Todos los escritores románticos del siglo XIX practicaron, aunque fuera de forma ocasional, el retrato costumbrista, que se convertía, en ausencia de una novela más genuinamente española, en lo más cercano a la crónica realista que esta época nos dejaba. El relato costumbrista no se fijaba en el carácter individual sino en los rasgos colectivos, los ritos y hábitos sociales, la vestimenta, la vida ciudadana, la política o la administración, tema muy recurrente por cierto, como evidenciaría Larra. Uno de sus rasgos fundamentales era el casticismo, como también lo era un cierto moralismo tradicionalista que oponía a los costumbristas al romanticismo.

Mesonero Romanos se iniciaría en el costumbrismo con su primera obra Mis ratos perdidos, doce cortos relatos, como miniaturas, que ya muestran elementos del cuadro de costumbres, siendo la primera obra de este género de la literatura española. De sus primeros artículos costumbristas en revistas recopilará Mesonero su Panorama matritense, donde la ciudad de Madrid se convierte en el gran escenario de inspiración para el autor. Demostrará una doble faceta al ser agudo observador e investigador honesto, capaz de relacionar las cosas que relata con su historia y con sus referencias literarias.

Su primer artículo en las Cartas Españolas, «El retrato», cuenta la historia de un cuadro que el escritor vio pintar en su juventud y que más tarde localizará en el fondo de una tienda de trastos viejos de Madrid, ocasión que le permite hacer un relato sobre los estragos de la vejez, el egoísmo y la ingratitud humana.


"El retrato"

Por los años de 1789 visitaba yo en Madrid una casa en la calle ancha de San Bernardo; el dueño de ella, hombre opulento y que ejercía un gran destino, tenía una esposa joven, linda, amable y petimetra; con estos elementos, con coche y buena mesa, puede considerarse que no les faltarían muchos apasionados. Como en efecto, era así, y su tertulia se citaba como una de las más brillantes de la corte. Yo, que entonces era pisaverde (como si dijéramos un lechuguino del día), me encontraba muy bien en esta agradable sociedad; hacía a veces la partida de mediator a la madre de la señora, decidía sobre el peinado y vestido de ésta, acompañaba al paseo al esposo, disponía las meriendas y partidas de campo, y no una vez sola llegué a animar la tertulia con unas picantes seguidillas a la guitarra, o bailando un bolero que no había más que ver. Si hubiese sido ahora, hubiera hablado alto, bailado de mala gana, o sentándome en el sofá tararearía un aria italiana, cogería el abanico de las señoras, haría gestos a las madres y gestos a las hijas, pasearía la sala con sombrero en mano y de bracero con otro camarada y, en fin, me daría tono a la usanza…, pero entonces… entonces me lo daba con mi mediator y mi bolero.

Un día, entre otros, me hallé al levantarme con una esquela, en que se me invitaba a no faltar aquella noche, y averiguado el caso, supe que era día de doble función, por celebrarse en él la colocación en la sala del retrato del amo de la casa. Hallé justo el motivo, acudí puntual y me encontré al amigo colgado en efigie en el testero con su gran marco de relumbrón. No hay que decir que hube de mirarle al trasluz, de frente y costado, cotejarle con el original, arquear las cejas, sonreírme después y encontrarle admirablemente parecido; y no era la verdad, porque no tenía de ello sino el uniforme y los vuelos de encaje. Repitióse esta escena con todos los que entraron, hasta que ya llena la sala de gentes pudo servirse el refresco (costumbre harto saludable y descuidada en estos tiempos), y de allí a poco sonó el violín y salieron a lucir las parejas, alternando toda la noche los minutés con sendos versos que algunos poetas de tocador improvisaron al retrato.

Algunos años después volví a Madrid y pasé a la casa de mi antigua tertulia; pero, ¡oh Dios!, ¡quantum mutatus ab illo!, ¡qué trastorno! E1 marido había muerto hacía un año y su joven viuda se hallaba en aquella época del duelo en que, si bien no es lícito reírse francamente del difunto, también el llorarle puede chocar con las costumbres. Sin embargo, al verme, sea por afinidad, o sea por cubrir el expediente, hubo que hacer algún puchero, y esto se renovó cuando notó la sensación que en mí produjo la vista del retrato, que pendía aún sobre el sofá. "¿Le mira usted? —exclamó—. ¡Ay, pobrecito mío!" Y prorrumpió en un fuerte sonido de nariz, pero tuvo la precaución de quedarse con el pañuelo en el rostro, a guisa del que llora.

Desde luego, un don No sé quién, que se hallaba sentado en el sofá con cierto aire de confianza, salto y dijo: "Está visto, doña Paquita, que hasta que usted no haga apartar este retrato de aquí no tendrá un instante tranquilo"; y esto le acompaño con una entrada de moral que había yo leído aquella mañana en El corresponsal del censor Contestó la viuda, replicó el argumentante, terciaron otros, aplaudimos todos, y, por sentencia sin apelación, se dispuso que la menguada efigie sería trasladada a otra sala no tan cuotidiana; volví a la tarde y la vi ya colocada en una pieza interior, entre dos mapas de América y Asia.
En éstas y las otras, la viuda, que, sin duda, había leído a Regnard y tendría presentes aquellos versos que, traducidos en nuestro romance español, podrían decir:

¿Mas de qué vale un retrato,
cuando hay amor verdadero?
¡Ah!, sólo un esposo vivo
puede consolar del muerto.


Hubo de tomar este partido, y a dos por tres me hallé una mañana sorprendido con la nueva de su feliz enlace con el don Tal, por más señas. Las nubes desaparecieron, los semblantes se reanimaron y volvieron a sonar en aquella sala los festivos instrumentos. ¡Cosas del mundo!

Poco después la señora, que se sintió embarazada, hubo de embarazarse también de tener en casa al niño que había quedado de mi amigo, por lo que se acordó, en consejo de familia, ponerle en el Seminario de Nobles; y no hubo más, sino que a dos por tres hiciéronle su hatillo y dieron con él en la puerta de San Bernardino; dispúsosele su cuarto y el retrato de su padre salió a ocupar el punto céntrico de él. La guerra vino después a llamar al joven al campo del honor; corrió a alistarse en las banderas patrias, y vueltos a la casa paterna sus muebles, fue entre ellos el malparado retrato, a quien los colegiales, en ratos de buen humor, habían roto las narices de un pelotazo.

Colocósele por entonces en el dormitorio de la niña, aunque notándose en él a poco tiempo cierta virtud chinchorrera, pasó a un corredor, donde le hacían alegre compañía dos jaulas de canarios y tres campanillas.

La visita de reconocimiento de casas para los alojados franceses recorría las inmediatas, y en una junta extraordinaria, tenida entre toda la vecindad, se resolvió disponer las casas de modo que no apareciera a la vista sino la mitad de la habitación, con el objeto de quedar libres de alojados. Dicho y hecho; delante de una puerta que daba paso a varias habitaciones independientes se dispuso un altar muy adornado, y con el fin de tapar una ventana que caía encima…, "¿qué pondremos?, ¿qué no pondremos?" E1 retrato. Llega la visita, recorre las habitaciones y sobre la mesa del altar, ya daba el secretario por libre la casa, cuando, ¡oh desgracia!…, un maldito gato que se había quedado en las habitaciones ocultas salta a la ventana, da un maído y cae el retrato, no sin descalabro del secretario, que, enfurecido, tomó posesión, a nombre del Emperador, de aquella tierra incógnita, destinando a ella un coronel con cuatro asistentes.

Asendereado y maltrecho yacía el pobre retrato, maldecido de los de su casa y escarnecido de los asistentes, que se entretenían, cuándo en ponerle bigotes, cuándo en plantarle anteojos y cuándo en quitarle el marco para dar pábulo a la chimenea.

En 1815 volví yo a ver la familia, y estaba el retrato en tal estado en el recibimiento de la casa; el hijo había muerto en la batalla de Talavera; la madre era también difunta, y su segundo esposo trataba de casar a su hija. Verificóse esto a poco tiempo, y en el reparto de muebles que se hizo en aquella sazón, tocó el retrato a una antigua ama de llaves a quien ya por su edad fue preciso jubilar. Esta tal tenía un hijo que había asistido seis meses a la Academia de San Fernando, y se tenía por otro Rafael, con lo cual se propuso limpiar y restaurar el cuadro. Este muchacho, muerta su madre, sentó plaza y no volví a saber más de él.

Dieciséis años eran pasados cuando volví a Madrid, el último. No encontré ya mis amigos, mis costumbres, mis placeres, pero, en cambio, encontré más elegancia, más ciencia, más buena fe, más alegría, más dinero y más moral pública. No pude dejar de convenir en que estamos en el siglo de las luces. Pero como yo casi no veo ya, sigo aquella regla de que al ciego el candil le sobra; y así que, abandonando los refinados establecimientos, los grandes almacenes, los famosos paseos, busqué en los rincones ocultos los restos de nuestra antigüedad, y por fortuna acerté a encontrar alguna botillería en que beber a la luz de un candilón; algunos calesines en que ir a los toros; algunas buenas tiendas en la calle de Postas; algunas cómodas escaleras de la Plaza, y, sobre todo, un teatro de la Cruz que no pasa día por él. Finalmente, cuando me hallé en mi centro, fue cuando llegaron las ferias. No las hallé, en verdad, en la famosa plazuela de la Cebada, pero en las demás calles el espectáculo era el mismo. Aquella agradable variedad de sillas desvencijadas, tinajas sin suelo, linternas sin cristal, santos sin cabeza, libros sin portada; aquella perfecta igualdad en que yacen por los suelos las obras de Loke, Bertoldo, Fenelón, Valladares, Metastasio, Cervantes y Belarmino; aquella inteligencia admirable con que una pintura del de Orbaneja cubre un cuadro de Ribera o Murillo; aquel surtido general, metódico y completo de todo lo útil y necesario, no pudo menos de reproducir en mí las agradables ideas de mi juventud.

Abismado en ellas subía por la calle de San Dámaso a la de Embajadores, cuando a la puerta de una tienda, y entre varios retazos de paño de varios colores, creí divisar un retrato cuyo semblante no me era desconocido. Limpio mis anteojos, aparto los retales, tiro un velón y dos lavativas que yacían inmediatas, cojo el cuadro, miro de cerca… "¡Oh, Dios mío! —exclamé—: ¿Y es aquí donde debía yo encontrar a mi amigo?"
Con efecto, era él, era el cuadro del baile, el cuadro del seminario, de los alojados y del ama de llaves; la imagen, en fin, de mi difunto amigo. No pude contener mis lágrimas, pero, tratando de disimularlas, pregunté cuánto valía el cuadro. "Lo que usted guste", contesto la vieja que me lo vendía; insté a que le pusiera precio y, por último, me lo dio en dos pesetas, informéme entonces de dónde había habido aquel cuadro y me contestó que hacía años que un soldado se lo trajo a empeñar, prometiéndole volver en breve a rescatarlo; pues, según decía, pensaba hacer su fortuna con el tal retrato, reformándole la nariz y poniéndole grandes patillas, con lo cual quedaba muy parecido a un personaje a quien se lo iba a regalar; pero que habiendo pasado tanto tiempo sin aparecer el soldado, no tenía escrúpulo en venderlo, tanto más cuanto que hacía seis anos que salía a las ferias y nadie se había acercado a él; añadiéndome que ya le hubiera tirado a no ser porque le solía servir, cuándo para tapar la tinaja y cuándo para aventar el brasero.
Cargué al oír esto precipitadamente con mi cuadro y no paré hasta dejarle en mi casa, seguro de nuevas profanaciones y aventuras. Sin embargo, ¿quién me asegura que no las tendrá? Yo soy viejo, muy viejo, y muerto yo, ¿qué vendrá a ser de mi buen amigo? ¿Volverá séptima vez a las ferias?, ¿o acaso, alterado su gesto, tornará de nuevo a autorizar una sala? ¡Cuántos retratos habrá en este caso! En cuanto a mí, escarmentado con lo que vi en éste, me felicito más y más de no haber pensado en dejar a la posteridad mi retrato: ¿para qué? Para presidir a un baile, para excitar suspiros, para habitar entre mapas, canarios y campanillas; para sufrir golpes de pelota; para criar chinches; para tapar ventanas, para ser embigotado y restaurado después, empeñado y manoseado, y vendido en las ferias por dos pesetas.

(Enero de 1832.)
Nota: El Retrato.—Leyendo hoy el autor este artículo, escrito hace cerca de veinte años, no puede menos de sonreír al observar el empeño que en su primera edad juvenil parece que formaba en aparecer viejo ante sus lectores, y al mismo tiempo que en los últimos artículos de esta obrita, escritos algunos años después y en su edad madura, lucha y se esfuerza por dar a sus cuadros la frescura y colorido de la juventud. Achaque es éste natural y propio de los escritores de costumbres que, anhelando siempre proceder por comparación con épocas anteriores, van a buscarlas, cuando muchachos, a las sociedades que no alcanzaron, y después, cuando ya maduros, a las que formaban sus delicias en los tiempos de su risueña juventud. Por lo demás, esta historia de un retrato no es propiamente tal, sino en cuanto está fundada en datos, ciertos unos, calculados otros, y esparcidos en diversos casos, aunque fundados todos en las debilidades propias de nuestra humana condición. En este artículo, como en otros muchos de esta obrita, quisiéronse entonces buscar originales determinados, pero luego los que tal pensaban hubieron de desengañarse de que no fue ni pudo ser la intención del autor más que la de alcanzar en su pintura imaginada todo el grado de verosimilitud posible; y así hubo de creerlo, entre otros, el difunto Comisario de Cruzada señor Varela que, deseando conocerle para felicitarle por este artículo, se le hizo presentar por un amigo, y, con la sonrisa en los labios, le manifestó que destinaba a la Academia de San Fernando el retrato suyo pintado recientemente, "porque —añadió con mucha gracia—, aunque el mérito del pincel de López me asegura contra las ferias, no quisiera morirme con el escozor que me ha producido su artículo de usted".
Escenas matritenses. Serie I.


Reseña biográfica

Ramón de Mesonero Romanos (Madrid19 de julio de 1803 – ibídem30 de abril de 1882) fue un escritor español. Sus estudios históricos y artículos de costumbres dedicados a la capital española le hicieron acreedor de los títulos de cronista y bibliotecario perpetuo de la villa de Madrid.
Era hijo de una influyente familia madrileña. Su padre, Matías Mesonero, natural de Salamanca y aficionado a la literatura, falleció en 1820, dejando a Ramón a cargo de los negocios familiares.

Ramón de Mesonero Romanos pintado por José Casado del Alisal

El Trienio Liberal marcó profundamente al autor con su atmósfera liberal y revolucionaria, a tal extremo que se alistó como miliciano nacional con apenas dieciocho años. Por entonces publicó sus primeros cuadros de costumbres: Mis ratos perdidos o ligero bosquejo de Madrid en 1820 y 1821 (Madrid, Imp. de Don Eusebio Álvarez, 1822).
En el campo literario, se interesó sobre todo por Leandro Fernández de MoratínBartolomé José Gallardo y Sebastián de Miñano, y leyó a los dramaturgos del Siglo de OroTirso de MolinaLope de VegaPedro Calderón de la BarcaAgustín Moreto o Francisco Rojas Zorrilla. También fue un entusiasta de la ópera italiana.
Fue distinguido miembro de la tertulia de «El Parnasillo» y formó parte de la llamada «Partida del Trueno»: José de EsproncedaVentura de la VegaPatricio de la EscosuraMiguel de los Santos ÁlvarezMariano José de Larra, Romero Larrañaga, Pelegrín, Segovia, entre otros románticos de espíritu ilustrado, artistas, dramaturgos y empresarios. El más unido a Mesonero fue quizá José María Carnerero, periodista y dramaturgo, que lo introdujo en los medios periodísticos más importantes de la época. Juan Grimaldi, director del teatro del Príncipe y autor de la célebre comedia de magia La pata de cabra, fue otro de los colegas del «El curioso parlante», sobrenombre con el que Mesonero firmaba sus escritos.

Despacho de Mesonero Romanos en Madrid, donde escribió Memorias de un setentón; dibujo de Juan Comba

Por entonces empezó a experimentar inquietudes urbanísticas. El cambio que experimentó Madrid durante estos años fue motivo para numerosas salidas al extranjero con curiosidad por la fisonomía urbana que imperaba en distintos contextos geográficos. Desde agosto de 1833 a mayo de 1834 Mesonero Romanos viajará a Francia. Sólo parcialmente han llegado hasta nosotros los Fragmentos de un diario de viaje, publicados por los hijos del escritor en el centenario de su nacimiento. Su segunda salida al extranjero queda reflejada en su obra Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica; sin embargo recorrió muchos otros reinos de Europa en tiempos de regencia de María Cristina, tal como consta en los Trabajos no coleccionados publicados por sus hijos.
Redactó con Estébanez Calderón el periódico Cartas Españolas y en el periodo comprendido entre 1845 y 1850 se dedicó al Ayuntamiento de Madrid como concejal. Su Proyecto de mejoras generales, leído en la sesión de la Corporación municipal el día 23 de mayo de 1846, supuso una auténtica remodelación del Madrid de la época. Años más tarde redactó nuevas Ordenanzas municipales que rigieron largo tiempo.

1846. Esquivel y Suárez de Urbina, Antonio María
Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor
Según el orden de la cartela grabada que acompaña a este cuadro, de izquierda a derecha, pueden identificarse los siguientes personajes: Antonio Ferrer del Río (1814-1872), Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880), Juan Nicasio Gallego (1777-1853), Antonio Gil y Zárate (1793-1861), Tomás Rodríguez Rubí (1817-1890), Isidoro Gil y Baus (1814-1866), Cayetano Rosell y López (1817-1883), Antonio Flores (1818-1866), Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), Francisco González Elipe, Patricio de la Escosura (1807-1878), José María Queipo de Llano, conde de Toreno (1786-1843), Antonio Ros de Olano (1808-1887), Joaquín Francisco Pacheco (1808-1865), Mariano Roca de Togores (1812-1889), Juan González de la Pezuela (1809-1906), Ángel de Saavedra, duque de Rivas (1791-1865), Gabino Tejado (1819-1891), Francisco Javier de Burgos (1824-1902),José Amador de los Ríos (1818-1878), Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), Carlos Doncel, José Zorrilla (1817-1893), José Güell y Renté (1818-1884), José Fernández de la Vega, Ventura de la Vega (1807-1865), Luis de Olona (1823-1863), Antonio María Esquivel, Julián Romea (1818-1863), Manuel José Quintana (1772-1857), José de Espronceda (1808-1842), José María Díaz († 1888), Ramón de Campoamor (1817-1901), Manuel Cañete (1822-1891), Pedro de Madrazo y Kuntz (1816-1898), Aureliano Fernández Guerra (1816-1891), Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882), Cándido Nocedal (1821-1885), Gregorio Romero Larrañaga (1814-1872), Bernardino Fernández de Velasco y Pimentel, duque de Frías (1873-1851), Eusebio Asquerino (h.1822-1892), Manuel Juan Diana (1814-1881), Agustín Durán (1793-1862). 

Después inició una intensa actividad literaria: hizo ediciones de los dramaturgos contemporáneos y posteriores a Lope de Vega y Rojas Zorrilla para la Biblioteca de Autores Españoles, y fue cronista oficial a partir del 15 de julio de 1864. También colaboró en El Indicador de las NovedadesEl Correo Literario y MercantilCartas EspañolasRevista EspañolaDiario de Madrid y en la revista Semanario Pintoresco Español, de la que fue fundador.
Ingresó en la Real Academia el 3 de mayo de 1838 como académico honorario y el 25 de febrero de 1847 como miembro de número. Fue un activo ateneísta y bibliotecario nombrado a perpetuidad por el Ayuntamiento, que más tarde compró su biblioteca por 70 000 reales.

Lápida situada en la Plaza Vázquez de Mella, número 7

Vecino de la plaza de Vázquez de Mella, de su inicial liberalismo evolucionó al conservadurismo que se percibe en sus Memorias de un setentón.


Reconocimiento en Madrid


Conjunto de tres lápidas en mármol gris, cuyos lados se rehunden,  no así sus esquinas, donde se colocan los clavos en punta de diamante. Las dos primeras, realizadas por Gandarias, se instalaron en 1885 en el primitivo edificio; la superior contiene el busto en perfil del escritor, en relieve y en mármol blanco, y en la parte inferior aparece un pergamino con una corona de laurel rodeando un tintero, todo ello realizado en bronce. Las otras dos lápidas, situadas debajo de la anterior, llevan únicamente una inscripción. El Ayuntamiento de Madrid patrocinó la instalación de una lapida en recuerdo de la casa donde vivió y murió, en la antigua Plaza de Bilbao, hoy Plaza de Vázquez de Mella; la inauguración tuvo lugar el 30 de abril de 1885. En 1972, se derribó el edificio y la lápida, tras ser restaurada, se volvió a instalar en la fachada del nuevo edificio, junto a una nueva lápida recordando el primitivo inmueble.







Entre las calles de Carmen y Desengaño, esta es la antigua calle del Olivo, nombre que tomó, probablemente, del último olivo que quedó de los muchos que había cuando estos terrenos pertenecían al convento de San Martín. Fue la calle que vio nacer a Mesonero Romanos.

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